sábado, 17 de mayo de 2008

El Portal de la Maternidad


Estar encinta, dar a luz, ser mamá, son actividades que reportan gran placer y nos ponen en contacto con lo divino.

“Al dar a luz la mujer está suspendida en el umbral entre dos mundos. Es difícil mantener simultáneamente en nuestra conciencia esta doble cualidad del nacimiento, nuestra humanidad y el misterio manifestándose a través de nosotras.” Así se expresan dos investigadoras estadounidenses, Sherry Ruth Anderson y Patricia Hopkins, en un libro publicado hace unos años. Entrevistando muchas mujeres encontraron un elemento común: la maternidad como portal hacia experiencias espirituales profundas.

Recuerdo cuando estuve encinta, esos meses en que mi cuerpo se hinchó y me sentí como una flor gigante y amarilla de Georgia O’Keeffe, y entendí profundamente el sentido de la palabra preñada. Yo estaba preñada de vida, totalmente llena, la mía y una más que empezó a comunicarse y a amarme desde dentro. Me sentía totalmente preñada…. Toda yo, no sólo mi sistema reproductor, toda yo… Mi piel estaba preñada, mi pelo, mis pulmones, mi alma, toda yo. Era como un estado de embriaguez, la dosis de vida que disfrutaba diariamente era enorme. Recuerdo con mi mente y con mi cuerpo esa sensación de plenitud. Yo era en esos momentos un puente entre la vida invisible y la visible y supe lo que hace y siente la tierra.

Una de las experiencias que Anderson y Hopkins narran, en el libro que menciono al principio, es la de la famosa escritora Jean Shinoda Bolen, profesora clínica de psiquiatría en la Universidad de California (San Francisco). Ella contó que al final del primer trimestre de su embarazo, sintió que su conciencia había descendido a un lugar justo encima del útero en expansión. Ella que, como médico, había colaborado en muchos embarazos y que se consideraba una persona de mente bien asentada en la cabeza, sentía que, cuando estaba en su oficina atendiendo pacientes, podía traer su energía psíquica a la cabeza y usarla para pensar e intuir, mas una vez que los pacientes se iban, su conciencia volvía a su vientre y “vivía allí hasta que tenía la necesidad de subir su mente otra vez.” Jean, quien siempre dio mucha importancia a las actividades académicas y disfrutó la práctica intelectual, se enfrentaba ahora con la inverosímil comprensión de que “lo que estaba en mi útero era más importante y maravilloso que cualquier cosa en mi cabeza.” Ese ser dentro de nosotras norma y pauta. Yo que siempre caminé muy rápido, tan pronto estuve encinta mi ritmo disminuyó. Fue como si toda mi estrategia de vida estuviera entonces en función de la vida que traía. Y no fue una decisión racional, sino una respuesta desde mis profundidades. Mi misión, en esos momentos, como miembra de la especie, era traer al lado de la manifestación a otro ser humano, y todo mi ser pensaba, sentía y actuaba en función de ello. Mi conciencia, al igual que cuenta Shinoda Bolen tenía su centro en un lugar diferente a donde hasta entonces había estado. Y en todo este proceso yo sentía lo divino, me sentía instrumento y era obediente.

También sentí malestares, soy normal. Sí, los tuve todos los días, pero, como dice Juan que dijo Jesús, los olvidé (Juan 16:21). La náusea me molestaba, pero era irrelevante porque la preñez me embriagaba. El embarazo fue realmente una experiencia de portal a través del cual pude percibir lo divino en la materia, el milagro de la vida.

Y entonces llegó el parto y León nació pensativo y con enormes pies. Cocoliso lo llamaban todos mis estudiantes en INTEC. Y pude ver al ser que amaba. Este fue otro estadio de maravilla, de dentro de mí salió un ser que se movía, lloraba y era calentito. Recuerdo que lloré de… cómo saber… de fascinación… de asombro… de miedo (el bebé lloraba). En medio de todo esto habían dolores físicos, emociones confusas, cansancio, pero la magia del parto lo cubría todo. Yo vivía el acto más sobrecogedor de la obra de la vida y estaba poseída por la maravilla del mismo.

Estaba muy cansada y me daba terror el no saber manejar su cuerpecito con toda la gentileza de una persona diestra, pero en medio del miedo y el cansancio, la belleza de ese ser nuevecito me llevaba al éxtasis, me hacía reir, me mataba de ternura y cuando aprendió a reir, ¡qué atroz! ¡cómo gozábamos! Pasaba de su estado pensativo a enormes sonrisas y carcajadas sonoras (todavía es así).

Al cabo de unos años estuve preñada de vida otra vez y llegó Adelina Rosa, una bebé gordita y aguerrida, y ahí en la sala de partos de la Clínica San Rafael, cuando la vi por primera vez, supe, con la certeza del conocimiento que viene de lo profundo, que ella era un regalo especial de Dios, ella vino a enseñarme algo y a suavizar algo en mi vida. Y entonces, a la maravilla del nuevo ser, se añadió el ser testigo del amor entre ellos. Sí, es cierto que los hermanos, además de amarse también se golpean e insultan, pero esto es momentáneo y esporádico. El amor, en cambio, es eterno.

Es cierto lo que dice Juan que dijo Jesús, la madre olvida los aprietos cuando se ve ante la alegría del ser que ha traído a la vida. Y creo que esas palabras de Jesús, valen también para el resto de la vida.

La maternidad es sabrosa, es cierto que a veces nos da dificultades, pero muchas de ellas se deben a la forma en que hemos organizado la sociedad, los grupos, la familia. No dejemos que la modernidad nos borre la maravilla simple de la preñez, del dar a luz y del ser mamás. Para encontrar a Dios sólo tenemos que volver la mirada a lo sencillo de la vida.

(Publicado en Listín Diario, suplemento “Día de las Madres”, 27 mayo 1999, pp. 26-27)