miércoles, 20 de octubre de 2010

20 de octubre de 1961

Un día como hoy hace 49 años, murió en la balacera de la calle Espaillat, el joven Tirso Roldán Vargas Almonte.

Tenía yo once años y no recuerdo, o quizás nunca lo supe, por qué me impactó tanto aquel evento. Por el resto de mis años escolares, cada 20 de octubre escribí con lápiz, no con tinta azul como lo hacía los demás días del año. Con grafito porque era negro y sentía un silencioso luto ese día. Y en lápiz escribía, en la esquina superior izquierda de cada página de mis cuadernos, fueran estos de matemáticas, química, literatura, religión, lo que fuera, las iniciales del joven muerto (TRVA). Sentía una fuerte necesidad de honrar su recuerdo cada año.

Él no fue el único en cruzar el umbral ese día en 1961, sin embargo, fue el que quedó por siempre grabado en mi memoria adolescente. El suceso de la calle Espaillat fue poesía heroica de enorme belleza y quizás eso lo dejó grabado tan profundo en mi alma.

¿Cómo habrá sido su sonrisa? ¿Cómo miraban sus ojos? ¿Qué comida le gustaba más? ¿Llegó a besar los labios de una chica? ¿Qué soñaba hacer en el futuro? No conozco su rostro, ni su estatura, nunca escuché su voz. No conozco su historia personal, pero me es tan familiar, como si hubiera sido un primo o un vecino cercano.

Hay gente que viene al mundo a dejar una marca, no siempre son personas con largos currícula o provenientes de familias conocidas. No siempre son muy recordados por sus nombres y sus hechos, sin embargo, dejan una huella de un tipo que no se explicar. Es como si el planeta necesitara una cierta señal o una acumulación de energía para hacer un movimiento, y esta gente actúa y vive o muere para que ocurra ese movimiento. Algún día conoceremos esos misterios.